El moco
Entra en la sala de reuniones
con su aire serio y profesional, con su traje bien planchado y con unos
ademanes y forma de andar que ya no sabe si son suyos de verdad o, de tanto
ensayarlos, se quedaron a formar parte de su persona, como su traje. Se diría
que es un traje a medida o casi mejor, que el cuerpo se le ha hecho a medida
del traje.
Se ha limpiado los zapatos, no
sabría decir si con Kanfor o con con la esponja Yak, yo apostaría por lo segundo
porque tiene pinta de mantenerlos bien limpios y no necesitar más que una leve
pasada cada día.
Huele bien. Dios sabe cuántos
perfumes distintos probó para elegir el que, definitivamente, reflejaba su
personalidad, su profesionalidad… y a juego con el traje y los zapatos. Desprende un olor a Loewe o similar, un olor caro, un tanto pretencioso pero con un aroma a
madera agradable al sentido del olfato. Como si ese olor completara al
individuo.
Abre la reunión con su
corrección característica, utilizando alguna que otra palabra grandilocuente
pero con un discurso bien armado, propio de alguien con oficio. Expone con
criterio y rebate con argumentos y, en un momento clave de la conversación,
aparece por su orificio nasal izquierdo un insolente moco.
La conversación avanza y el
moco no se mueve. Y él, ajeno a que su imagen ha quedado humanizada
repentinamente por un fluido del cuerpo en cierto estado de solidificación,
continúa con todo tipo de explicaciones y preguntas a sus interlocutores que,
por otro lado, no pueden evitar mirar al moco y hacer como si tal cosa, como si
lo más importante fuera el contenido y no la decoración de ese ser profesional
con un contrapunto absolutamente banal y sin embargo, protagonista.
Yo quiero que el moco
desaparezca de ese sitio tan desafortunado, aunque, por otro lado, adecuado.
Porque ¿de dónde salen los mocos sino de la nariz? Así que intento
telepáticamente trasladar al del traje que haga lo posible por quitar ese moco
de su lugar y, aparentemente, la telepatía funciona y se pasa la mano por la
nariz. ¡Cachis! ¡Lo esquiva!... ¡Buen intento!
La reunión continúa, porque la
vida continúa al margen de que tengamos mocos visibles o no, y yo sigo deseando
que el moco caiga, como si fuera yo quien tuviera el moco en mi fosa nasal
izquierda.
En un momento dado mi control
mental y el aparato locomotor del ejecutivo confluyen en un dedo que, por fin,
hace desaparecer el moco de la cavidad del cuerpo que permite oler las
palomitas, las rosas y el café recién hecho.
Respiro aliviado por el caballero
y por mí mismo, que ya puedo centrar de nuevo toda mi atención en los mensajes
clave del encuentro y dejar de despistarme con notas discordantes.
Pero cuando parece que el
episodio ha terminado… aparece encima del
folio DIN-A4 compartido entre las partes…¡El moco!.
Ahí está. En la parte superior
de la hoja. Y a mis ojos es como si le hubieran puesto una lupa y el tamaño del
susodicho fuera mucho más grande que el propio folio.
Haciendo verdaderos esfuerzos
por focalizar la atención en las palabras que en la reunión se pronuncian, tiro
de nuevo de control mental sumado con telepatía, dado que ambas cosas surtieron
efecto en el momento anterior, para hacer que “eso” desaparezca del folio
inmediatamente.
Soy un crack. El trajeado coge
el folio entre sus dedos anular e índice y con un —“¿Lo ves, ¡esta es la única
forma de hacerlo!” — le presenta ante sus narices a su interlocutor el
contenido impreso de qué se yo, porque a mí lo que me importa es que el moco ha
resbalado del folio y se ha esfumado. Es más, ha desaparecido del todo, porque
me he encargado de buscarlo de reojo por encima de la mesa y no aparece.
La reunión termina. Hay
acuerdo entre las partes.
Yo respiro aliviado porque todo
ha pasado, aunque no me he enterado de nada. Aun así doy gracias, porque pienso
que, sin dudarlo, habría sido peor un pedo.
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