Sophora japónica
Barrio de Salamanca, un lunes de marzo. Buena temperatura, dulce compañía.
En ese restaurante con nombre de película o de libro
decimonónico nos espera un menú razonable con brownie de postre.
Todo está bien. Un barrio “bien”; la mesa, bien servida;
el camarero, bien enseñado; y nosotras, bien dispuestas a tomar una rica
comida.
Lo único díscolo son unas pequeñas "semillas" que empiezan
a caer sobre el mantel, por supuesto, bien colocado. Se retiran con la mano,
como si tal cosa, pero “esa” tal cosa, no dura.
Lo que parecen briznas, tras el primer plato ya han
colonizado el agua de los vasos y decorado el mantel de tal forma que, cuando
el camarero recoge los primeros, se quedan dos círculos blancos a modo de técnica
pictórica.
La crema, afortunadamente, era de verduras así que “ojos
que no ven, corazón que no siente”.
En el segundo plato optamos por dar la vuelta a los
vasos y asumir que beberíamos “a morro” para no ingerir las “semillitas inofensivas”.
La botella es de Cabreiroá: se permite beber “a morro” en botella de cristal en
el barrio de Salamanca.
Encima del pollo teriyaki y de los pappardele funghi
empiezan a aparecer, cual cebollino y perejil, otros condimentos no esperados.
Cuando el camarero retira los segundos, el mantel ya
está poblado de vegetación y se consigue un mayor efectismo pictórico.
Corre que vienen los postres. El brownie, en tan sólo
unos minutos, ya comparte, además de los consabidos marrón del chocolate y
amarillo del helado de vainilla, esos toques verdes de “nouvelle cuisine”. Todo
muy glamouroso en el barrio.
A los postres se nos suma otra dulce compañía. “Tomaos
el café y el té rojo echando virutas que os lo decoran a modo Gyn Tonic”.
La cuenta y muac, muac que nos vamos antes de que esto
se plante en el cuero cabelludo.
¡Cojamos el coche y huyamos de la invasión de las
leguminosas y de las caducifolias en todas sus versiones!
Ya en la autopista, en búsqueda de viento y libertad, abro
el techo solar. En ese mismo instante caen, como de todos y cada uno de los
cinco pisos de la Pagoda más alta de Japón, los estambres masculinos de la
flor, impregnándolo todo, cual tradición milenaria.
Y ahí están, en mis asientos y en todas las rendijas de
mi coche, por dentro y por fuera.
Ni el Barrio de Salamanca te protege de las acacias
del Japón.
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