Se miraban a los ojos...
Se miraban a los ojos …
…y escribían. Primero uno. Luego
el otro.
Mientras uno ponía toda la
dedicación en su turno correspondiente, el otro esperaba paciente. No era una
espera pasiva. Había observación, complicidad, compartir el momento. Era como
si, incluso sin saber qué palabras estaba utilizando el compañero, fuera
partícipe de ellas. Una suerte de telepatía oculta.
Había juego infantil en sus
miradas. En sus frases.
La expresión escrita trascendía a
las personas y creaba un tipo de relación espiritual.
“Entre montañas que siguen siendo nuestras, el gigante desafía”
La magia era, sin duda, la
inocencia de no saber lo que estaba pasando, lo que se estaba construyendo.
Parecía un relato más,
intrascendente, inofensivo... pero en común. Eso es lo que lo hizo diferente y único.
No sabían retórica, ni técnica
literaria, ni recursos estilísticos. Sentían lo que se decía y cómo se decía.
Sentían el entorno, las vivencias compartidas… y todo aquello se volcaba en un
papel.
“Será porque te queremos o porque nos queremos en ti”
Ella con una letra deslavazada,
casi fea, impropia de una “señorita”.
Él con una caligrafía perfecta,
como su talante de impecable y su pose -quizás- artificial.
Uno observaba a la otra: sus
gestos, su trazo sobre el papel, las expresiones en su rostro.
Otra miraba de refilón sin mayor
intención que finalizar una buena obra. Sin coqueteo, sin malicia, sin
intención. Una buena obra.
Se estaba escribiendo una época
irrepetible. Se estaba dejando, imborrable, un señuelo
de juventud sobre unas líneas más o menos rectas.
Dos voces relatando una única
historia compartida. Dos vivencias fundidas en una que lo era de todos. Memoria
histórica de una época.
Una medalla, un diploma, un
reconocimiento. El broche de oro a una época llena de magia con un majestuoso
fondo de piedra: el gigante desafiante.
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