¿Me cantas?
¿Me cantas?
Duérmete pronto mi
bien
Violeta
nació con los ojos bien abiertos, eso saltaba a la vista. Pero lo que tenía
verdaderamente bien abiertas eran las orejas; eso merecía algo más de atención
para percatarse.
Los
primeros días de su vida transcurrieron entre sonidos de hospital, voces de
desconocidos que traían flores y bombones, recomendaciones de enfermeras y
doctores y, cuando - por fin- a su madre la dejaban sola en la habitación, palabras
cariñosas aún sin significado para ella, pero con pinta de salir del corazón… y
una dulce nana:
- “Duérmete pronto mi bien”.
- “Duérmete pronto mi bien”.
Había pasado de los sonidos amortiguados que le llegaban a través de la tripita de mamá a otros mucho más puros, más intensos. Esa voz que tantos meses había escuchado apagada, ahora casi retumbaba. Nítida, limpia.
Los
ojos y las orejas bien abiertos de Violeta se mantuvieron así día tras día.
Cada noche después del baño y mientras tomaba el biberón, aquella dulce nana
reconfortaba su pequeñito cuerpo que no hacía más que crecer a ritmo
desproporcionado.
- “Crece fuerte, mi princesa” – solía repetir mamá.
-
“Crece
fuerte y rápido”, se decía a sí misma.-“Es la única forma que tienes de poder
cantar tú”.
Por eso dormía toda la noche desde el segundo mes y se comía todo todito. Había escuchado decir al pediatra que comer y dormir es lo más importante para los bebés. Violeta no entendía por qué en esa lista el médico no incluía las nanas. A ese médico le faltaba información, no cabe duda.
Los
días pasaron lentos. Olía a calorcito en la casa, las manos que le acariciaban
eran siempre suaves, la comida que tomaba siempre a la temperatura adecuada.
Llegar
al mundo había sido una experiencia increíble.
Date, date en la
cabecita
En
cuanto los biberones y las siestas le dieron las fuerzas necesarias para mover
sus piececitos y sus manos, ella se empeñó con todas sus fuerzas en mover todas
las extremidades a la vez cuando su madre empezó a cantarle:
- “La historia de una mosca: ji,ji,ji, ja, ja, ja”.
Sabía
que si ella se daba cuenta de que le gustaba, la cantaría otra vez.
¡Y
funcionó!
Su
madre le dio la clave:
-
¿Otra
vez?- pronunció.
¡Así
era como se decía! ¡Otra vez! Tenía que empezar a practicar con el “ti,ti,ti” con el “pa, pa, pa” con el “ma, ma,
ma”... hasta llegar a decir esas palabras. Tenía que entrenar mucho, pero
sus manitas y sus pies mientras tanto harían el trabajo. Serían sus aliados
para pedir una canción más, una última más.
Los
meses pasaban y mamá seguía cantando bonitas canciones.
- “Pulgar se llama este, pulgar, pulgar. Este se llama índice y sirve para señalar”.
Con esta melodía aprendió a mover los deditos y el nombre de esos cinco que cada vez adquirían mayor destreza.
Después
llegó el famoso “Date, date, date en la
cabecita” que tanto le hacía reír y que a veces tanto daño le hacía
causarse a sí misma, cuando no controlaba la fuerza de cada uno de los envites…
A
veces mamá cantaba de forma distinta:
- “Head and shoulders, knees and toes”.
Eso le hacía aún más gracia. En esos momentos sus brazos y sus pies se movían a la velocidad más rápida posible. Mamá se tocaba diferentes partes del cuerpo y ella, que la seguía con esos grandes y preciosos ojos verdes bien abiertos, aprendía que eran partes de su cuerpo… dichas de un modo… digamos distinto.
La
cabeza, los hombros, las rodillas, los dedos de los pies…¡Qué chulo! ¡Cada cosa
de su cuerpo tenía un nombre!. Vivir era flipante.
Y
con el “pe, pe, pe” y el “ca, ca, ca”… intentaba juntar sonidos,
jugar con ellos, entretenerse y experimentar.
Un
día, sentada en el asiento trasero de su coche y como de costumbre, mamá empezó
a entretener a Violeta:
- “En el auto de papá, vamos todos a pasear”.
Cuando tocaba aquella esperada parte de la canción llegó su momento. Había entrenado duro.
-
“Vamos
de paseo”- cantó sonriente mamá.
-
“Pi,
pi, pi” – Contestó Violeta
-
¡Bravo,
princesa! ¡Qué bien canta mi niña!- animó mamá.
Se
sintió poderosa. ¡Prueba superada!.
Lo
había preparado durante lo que le había parecido una eternidad y ahora, por
fin, podía hacer lo que le parecía lo más maravilloso de su corta existencia.
- ¿Más, princesa? ¿Te gusta esta canción? ¿La repito?- Consultaba su madre.
-
“Má”,
“má” – Replicaba gustosa Violeta, con su media lengua.
-
¿Más?-
De acuerdo, linda. ¡Cantemos!
Y seguía buscando en su memoria canciones, porque mamá parecía la máquina de cantar que nunca termina.
- “Un barquito de cáscara de nuez adornado con velas de papel…”
- “La tarara sí, la tarara no…”
- “La chata Merengüela, güi, güi, güi”
Y así pasaban los días.
Tengo una muñeca
vestida de azul
Un
día, camino de la guarde, mamá inventaba la versión inglesa de “En el monte hay una casa” y entonaba:
- “In the mountain there´s a house with two windows on the top, there´s a rabbit coming in, it clocks on the door”.
Otro día en el trayecto para hacer la compra le venía a la mente sin avisar:
- “Los niños hicieron un hombre de nieve con brazos y piernas y un gorrito verde”.
Mamá recordaba a Gloria Fuertes mientras le enseñaba a Violeta una nueva canción.
Cuando
los viajes eran largos mamá recurría a canciones en euskera, en italiano, en
francés…
- “Haurtxo polita sehaskan dago, zapi xuritan txit bero”
Mucho tiempo después descubrió tras esas palabras incomprensibles una preciosa nana.
- “Sur le pont d'Avignon, on y danse, on y danse”
También pasaron muchos años hasta descubrir que lo que hacían en aquel puente era bailar. Entonces no comprendía, pero esa melodía le hacía sonreír.
- “Gente di mare, che se ne va, dove gli pare dove non sa”
Y al llegar al mar mamá la cantaba a voz en grito cuando mojaba sus pies. El mar y mamá de forma inseparable.
Y
así, día tras día.
La
música y Violeta. La música y mamá.
En
la bañera se acordaba de:
- “Yo tengo una casita que es así, y así”.
En ese momento su madre dibujaba una casa grande con una chimenea grande por donde salía un humo grandísimo y negrísimo. Y cuando la casita era pequeña, mamá utilizaba sus delgados dedos para dibujar en el aire la silueta de una casita tan enanita, que el giro del índice era suficiente para mostrar lo pequeñito que era el humo que salía de la diminuta chimenea.
Y
así aprendía lo que era grande, lo que era pequeño; lo que era azul, verde, lo
que estaba lejos y cerca; las estaciones del año, los nombres de los cantantes
o de los poetas, palabras en inglés, en francés… y todo lo que se le pusiera
por delante.
Del
“má”, pasó casi como por arte de
magia al “ota ve”. Y ahí no había
duda. El “má” lo entendía sólo mamá
pero el “ota ve” lo entendía también
la profe de la guarde, la abuela… y todo aquél en el que ella percibía cierta
habilidad musical.
-
“Ota
ve”
– Le pedía a la abuela después de “Tengo
una muñeca vestida de azul”
-
“Ota
ve” –
Repetía después de “Al pasar la barca me
dijo el barquero: las niñas bonitas no pagan dinero”.
-
“Ota
ve”
-
“Ota
ve”
Definitivamente
había encontrado la fórmula magistral para mostrar sus preferencias. Esas dos
palabras mágicas le solucionaban todas sus inquietudes.
Y
con cada repetición de aquéllas aprendía sonidos, notas, melodías, palabras,
conceptos…aprendía la vida y pedía aprender sobre la vida a través de las
canciones.
La
abuela, que como todas las abuelas tenía un especial olfato, sexto sentido o
llámalo como quieras, solía decir.
-
Esta
niña tiene un don. Se aprende las canciones en un dos por tres y entona que no
es normal.
Mamá
estaba en parte de acuerdo, pero dudaba si se trataba de amor de madre y de
abuela o estaba basado en pura observación de la realidad.
“Iayo pelí”
El
tiempo pasó más rápido de lo esperado y, casi casi de la noche a la mañana,
Violeta se encontró cantándose a sí misma una canción el día de su segundo
cumpleaños:
- “Iayo pelí, iayo pelí, amo todoooo, iayo pelí”
- ¡¡Bravo Violeta!! – celebraban todos los invitados y continuaban emocionados “Cumpleaños feliz… te deseamos todos… cumpleaños feliz”.
Tenía
tantas ganas de cantar que aprendió a hablar rapidísimo y no esperó transición
alguna entre hablar y cantar.
Ella
pronunciaba como podía y su afinación era dudosa, pero aplaudía con todas sus
fuerzas. Y no a la tarta, ni a las velas… ni siquiera a sí misma. Aplaudía como
quien aplaude a su artista favorito en
la Plaza de las Ventas o en El Palacio de los Deportes o en el Palau de la Música o en el Royal Albert Hall.
Se
sentía, si hubiera podido explicarlo con esas palabras, la reina del mundo.
Cantaba
a pleno pulmón pero lo que verdaderamente ponía era el alma.
Y
así, pasito a paso, cumplió tres y quiso que le dibujaran cientos de
“shilalas”.
- ¿Otra guitarra Violeta? – Decía papá.
No
le había quedado más remedio que hacerse experto en dibujarlas. Si Violeta
hubiera sabido contar o a su padre le hubiera dado por ahí, habrían contado más
de cien. En papel, en cartulina, alguna incluso con base de madera. Guitarras
con témpera, con acuarela, con ceras, con rotuladores. Guitarras
proporcionadas, guitarras con tres, cuatro y seis cuerdas, guitarras con
cejilla, sin cejilla, con clavijero, sin clavijas, con púa… Algunas guitarras
con más esmero y otras con más cansancio.
Guitarras
verdes, azules, verdes y azules, negras, grises a lápiz, azules a boli.
Guitarras
en la sala de espera del médico, en la piscina, en la mesa tras la cena.
Esas
cientos de guitarras fueron, de algún modo, el decorado de esa época.
Después
de cada dibujo se recortaban y ella las cogía, intentando sacar algún sonido
sin ningún éxito.
Y
así, entre nuevas canciones de la abuela, de la profe de la guarde y de mamá… cumplió
cuatro.
- “Casi cuatro añitos, crezco muy despacito…” cantaba delante de la televisión a voz en grito con
una afinación aún mejorable pero siempre con muchas, muchísimas ganas.
Y
cumplió cinco y cumplió seis.
O mio babbino caro
Con
esas orejas tan abiertas, enseguida se enteró de que había algo para niños que
se llamaba “Música y movimiento”. No sabía de qué iba el tema pero la palabra mágica estaba dentro de esas letras.
-
Mamá,
quiero cantar – Afirmó contundente una mañana de
domingo inmediatamente después de acabar su vaso de Neskuik.
Ocho
años de entrenamiento habían sido más que suficientes como para decirlo con
todas sus letras, toda su entonación y todo su sentido.
El
día que entró en aquel aula no se lo podía creer. Vio violines, pianos de cola,
clarinetes, triángulos, oboes… No conocía ninguno de esos nombres y menos sus
sonidos, pero una especie de magia ancestral la dirigía a tocarlos, a
experimentar con ellos, a querer saberlo todo.
Violeta
quería jugar con las notas musicales, con la escala, con el ritmo y la melodía…
como quien juega con puzles, recortables o plastilina.
Y
mientras tanto, mamá seguía cultivando su oído: cantaba canciones populares,
ópera, zarzuela y la lista del Top40.
-
¿Pero
es que te sabes todas las canciones del mundo?-
le preguntaba.
-
Ni
muchísimo menos, princesa.
Y
ella, a su corta edad, absorbía y se bebía cada palabra, cada tono y aprendía
de ello. Del continente y del contenido; de las canciones de antes y de las de
ahora; de las “a capela” y de las “unplugged”; de las “con banda” y de las “de
cámara”.
Todo
servía. Todo era aprovechable.
Y
mientras escuchaba cada canción, cada melodía, cada letra… pasaban por ella
diversas sensaciones, análisis, aprendizajes y emociones:
-“O mio babbino caro”
Esto
suena a una mamá que le canta a su bebé. Es como el móvil de cuna de la prima
Olivia. Me duerme, me hace soñar….
- “De España vengo, de España soy…”
Esto
me pone contenta. Me gusta cuando dice lo de “ve-e-e-en-goooooo” y se queda en
la “o”. Y me gusta cómo lo llama mamá. Dice copla.
- “Lleve usted nardos caballero, si es que quiere a esta mujer”
Por
la calle de Alcalá la florista viene y va. Se la he oído cantar a la abuela
cuando cocina. Creo que la cocina y la música tienen un vínculo. Igual que
crecer y las nanas. Lo que pasa es que los chefs no se han dado cuenta, igual
que les pasa a los pediatras.
- “Will you know my name, if I saw you in heaven”
Aquí
me da que algo va mal. Este que canta se llama Eric, como el vecino de arriba.
A este le conozco porque mi tío me lo puso una vez. Toca la guitarra muy bien.
- “Quién estuviera en Asturias en algunas ocasiones”
Esta
la canta papá. Creo que es la única que se sabe. Esta y la del “Tonto Simón”.
Cuando estamos ya llegando a casa de la abuela siempre la canta.
- “And you can tell everybody this is your song. It may be quite simple but now that it's done”
Qué
majo. Le compone una canción a su novia. Qué regalo tan bonito…
Estos
son los Beatles. Mamá tiene un Compact Disc de ellos. De estos me sé un montón, pero cantan en
inglés y a veces me lo invento…
Y
así una y otra y otra y otra y otra y otra y otra canción. Y detrás de cada
canción, una historia; y detrás de cada
historia, un sentimiento; y detrás de cada sentimiento, una armonía y una
melodía que evaluar.
Fueron
años intensos.
Y otra vez ya viene el Do
En
“Música y movimiento” lo primero que hizo fue encontrarse con su cuerpo. Sus
manos hacían música al chocar entre sí. Sus pies, percusión al tocar el suelo.
Sus saltos hacían las veces de redoble cuando el profe no lograba controlarles
del todo en el aula.
Jugaba
mientras aprendía. Aprendía mientras jugaba.
Su
boca resultó ser una caja de resonancia perfecta y entendió cómo su nariz, su
laringe, y su caja torácica construían un instrumento natural prodigioso.
Allí,
en lo que aprendió posteriormente a llamar “Conservatorio”, le enseñaron a
tocar con instrumentos que ella misma fabricaba: maracas con botes de yogur
rellenos de arroz, panderetas con platos de plástico a los que pegaban con cola
de contacto campanillas, tambores hechos con las cajas de detergente de la
lavadora…
En
aquel mágico lugar aprendió a conocerse. Entendió que su cerebro y su boca y
sus manos estaban conectados a través de algo que ella se imaginaba como una
serie de tubos, parecido a lo que le explicaba el fontanero a papá el día del
atasco de la bañera.
-
Mamá,
¿se llama Conservatorio porque te conservan la voz? ¡Entonces no quiero dejar
de ir nunca! – decía ocurrente.
Después
de jugar con su cuerpo entró en su vida el pentagrama. Cinco líneas sin
aparente sentido se presentaron para nunca más irse.
Y
cuando las siete notas musicales se le mostraron ante ella, tomó sentido
aquella canción infantil que pedía una y “ota
ve”.
- “Don es trato de varón; res
selvático animal; mí denota posesión; far es lejos en inglés; sol ardiente
esfera es; la al nombre es anterior; sí asentimiento es… y otra vez ya viene el do…”
Do
Re
Mi
Fa
Sol
La
Si
Un
pentagrama, cinco líneas, y siete notas que colocar sobre ellas.
¡Ahora
lo entendía todo!
Cada
nota en su sitio, cada tonalidad. Todo en la escala musical. Perfectamente
colocado, estructurado… dispuesto para que ella lo utilizara a su antojo. Ahí estaba la posibilidad de
crear. De jugar con las notas, con la composición.
De
hacerlo a su manera.
¡Lo
que siempre había soñado!
Juntar
notas. Jugar con ellas. Subir, bajar, repetir….
Saltar
a la comba con el Re, lanzar al Mi al suelo cual peonza, utilizar el Do como
canica
y el La como paraguas mientras
bailaba y cantaba “Singing in the rain”,
cual
Gene Kelly.
Hacía
la voltereta alrededor de la escala musical, jugaba a la carretilla y al Veo
–Veo
con
aquellas siete imprescindibles.
Fue
una infancia más que feliz
Va Pensiero sull'alli
dorate
Las
melodías iban dirigiendo su vida. Y parecía que su vida iba, poco a poco, colocándose
sobre las melodías. Las letras de las canciones le mostraban el mundo y el
mundo tenía sentido cuando ella escribía.
Así
que, sin darse cuenta, de “Música y movimiento” pasó a algo que tenía también
la palabra mágica: “Lenguaje musical” pero que sonaba a “mayores”.
Y
es verdad que era un lenguaje, porque se parecía a aprender inglés. Las
palabras eran desconocidas: corchea, semicorchea, fusa, semifusa, diapasón,
octava, sostenido, soprano, barítono…
Conoció a Mozart, a Beethoven, a Shubert, a Chopin, a Wagner,
a Verdi, a Brahms, a Stravinski, a Debussi, a Bach… Casi
podía repasar todo el abecedario y encontraría un autor para cada letra.
Aunque
a veces se resistía, reconocía en su fuero interno que algunas melodías eran
magistrales.
-
Va
Pensiero sull'alli dorate
Pero por otro lado se planteaba: ¿Qué era todo aquello?. ¿Qué tenía que ver todo eso para cantar?. ¿Por qué para tocar la guitarra había que aprender todas esas palabrejas y su significado?. ¿Para qué estudiar y escuchar tantas melodías inventadas por señores tan antiguos y con melenas tan emperifolladas?.
Si
con su garganta era suficiente, ¿por qué tenía que aprender tanta cosa
desconocida?.
De
repente eso que ya era “de mayores” le resultó demasiado cuesta arriba. Tenía
que repetir y repetir y repetir y repetir. Y eso no era como cuando decía “ota
ve” una y otra vez. Eso no le entusiasmaba.
Ya
no se sentía tan alegre.
Quería
cantar y tocar la guitarra. Eso es todo.
Veía
el pentagrama y se le antojaba frío.
Veía
la clave de Sol y pensaba que, en el fondo, no la necesitaba. La miraba y la
veía
enrevesada.
Majestuosa, retorcida. Como diciendo: “Aquí estoy yo”, “Yo mando aquí”.
Por
no hablar de la clave de Fa y la clave de Do.
-
Mamá,
sólo quiero cantar y tocar la guitarra- soltó sin previo
aviso otro domingo recién terminado su vaso de Neskuik.
-
¡Pero
si dijiste que no querías abandonar el Conservatorio para que te conservara la
voz!
– Trató de bromear su madre para quitar hierro al asunto.
-
Ya…
pero no sé… Eso era cuando era más pequeña…
-
Violeta,
yo sólo quiero que seas feliz y la felicidad en tu caso tiene nombre de música.
Si en un curso no te gusta, lo dejas.- Terminó contundente
su madre para no alargar una conversación en cierto modo incómoda.
Violeta
se quedó pensativa. Había escuchado con su abiertas orejas lo que le había
dicho su madre. Ahora sabía mucho más de la vida y distinguía el oído de la
oreja. Ahora corregía a mamá cuando explicaba que la niña nació con unos ojos
bien abiertos, pero que no se dio cuenta de que lo que tenía verdaderamente
abiertas eran las orejas:
-
¡Los
oídos, mamá!- Aclaraba madura.
Pensó
durante muchos días en lo que su madre le había dicho.
Y
recapacitó.
-
Le
daré una oportunidad al pentagrama.
De colores se visten
los campos en la primavera
El
comienzo del curso el mero hecho de repetir y repetir y repetir compases y de
corregir y corregir y corregir errores se le hacía demasiado grande.
Tan
sólo, después de cada clase, había un momento en que la espontaneidad se
apoderaba del aula y Violeta podía dejar a su imaginación musical volar.
Sólo
por esos diez minutos ya merecía la pena el esfuerzo.
Sentirse
capaz de crear, aunque fuera breve, le daba una especie de fuerza sobrenatural.
– Me siento una superheroína de la
música. Ni Spiderman, ni Batman, ni el Capitán América, ni siquiera Superman pueden
imaginar cómo se siente uno cuando tu poder es la música. Si lo hubieran sabido
en lugar de buscar otros superpoderes me habrían quitado el mío. – pensaba
infantil.
El
otoño finalizó, como tienen por costumbre todas las estaciones.
-
“Otoño
llegó, marrón y amarillo. Otoño llegó y hojas secas nos dejó”.
Recordaba
aquella canción. Con tres años la cantaba cada día.
- "Castañas, castañas. ¿Las quieres tomar? Todas calentitas para merendar..."
Sus
dos canciones del otoño.
Después,
como siempre y sin falta, llegó puntual el invierno y le trajo a su mente la
canción de Gloria Fuertes en la que el muñeco se convertió en lago:
- “El hombre de nieve se iba deshaciendo y lloraba arroyos desapareciendo”.
Aquel invierno repitió, repitió y repitió.
Y
repitió y repitió y repitió. ¡Ay
qué cansino!
Se
esmeró sin ganas por entender ese idioma desconocido. Asistió sin falta a todas
las clases.
No
faltó cuando tenía más deberes, cuando tenía exámenes aburridos.
Continuó
yendo con lluvia, calor o cansancio.
Y
muchos días, mirando las estrellas de su habitación, pensaba que no necesitaba
nada de eso.
-
Cantar sale del corazón. Es lo único que
te hace falta.
Después
de aquello, caía rendida.
Llegaron
las vacaciones de Navidad y con ellas llegaron los villancicos con los que
tanto disfrutaba. A cada villancico le ponía un dueño:
-
“Gatatumba,
tumba, tumba con panderos y sonajas” – Este es de papá.
-
“En
la noche de la Nochebuena bajo las estrellas de la "madrugá", los
pastores con sus campanillas adoran al Niño que ha nacido ya” – Este
es del abuelo.
-
“Virgen
María de la Navidad danos el gozo danos la paz”
– Esta es de mamá
-
“Buenos
días María, buenas tardes José” – Y esta es de la profe
Inma.
Y
el invierno también pasó.
Lleno
de lluvia y compases, de frío y armonías, de niebla y bemoles.
Y
así, un día de marzo amaneció cantando:
-
“De colores se visten los campos en la
primavera”.
Y se dio cuenta de que algo había también florecido en ella.
Con
la primavera llegó su primer festival.
Ella,
su voz y su guitarra. No había más.
Respiró
hondo y subió al escenario.
En
ese momento todo cobró sentido: las canciones de mamá, las de la abuela, las
guitarras de papá, la clave de fa, los silencios, el Cantajuegos y el cuaderno
de música.
Cantó
y tocó y fue feliz.
Mamá
había vuelto a tener razón.
Quince años tiene mi
amor
Después
de aquella primavera llegaron muchas otras y, después de la primavera, muchos
veranos que dieron paso a los otoños correspondientes con sus castañas y a los
inviernos con sus villancicos.
Y
así, al llegar a sus quince primeras primaveras, Violeta ya era plenamente
consciente de algo maravilloso: ¡¡Era capaz de componer música!! Y no sólo eso,
ella era capaz de mirar tras la música. Era como si todos los años de
conservatorio le hubieran regalado una máquina de radiografías y resonancias
magnéticas musical.
La
música ya no era sólo música. No era una única cosa. Era la suma de muchos
pequeños elementos que ella tenía la capacidad de diseccionar milimétricamente
para subir de aquí, bajar de allá, aumentar intensidad de eso, decrecer en
aquello.
Ahora
era un mundo complejo que a ella le resultaba sencillo y embriagador.
En
aquel lugar donde te ayudaban a “conservar la voz” también le habían enseñado a
utilizar con maestría el conjunto de su mente, cuerpo y alma.
Le
habían enseñado a cantar con la nariz, voz nasal.
Le
habían mostrado cómo hacer para obtener un sonido gutural.
Había
aprendido que podía rasgar sus cuerdas vocales.
El
diafragma era casi el músculo más importante de su cuerpo y desde donde
proyectaba su voz.
Además
le habían hecho respetar el bel canto
propio de la ópera italiana.
Sabía
que cuando los niños pequeños cantan muy bien son voces blancas.
Y
podía distinguir perfectamente un falsete bien hecho.
Los
hombres que tenían voces fuertes y graves no eran sólo hombres, eran tenores.
Las
mujeres que tenían una aguda magia en su voz se llamaban sopranos y tenían la
capacidad de romper copas de cristal con su increíble potencia.
Y
había más tipos de personas como las contraltos, las mezzosopranos, los
barítonos…
Además
se había familiarizado con palabras italianas como adagio, allegro, crescendo, …
La
música escondía, tras su nombre, muchísimo más que esas seis letras. Había un
mundo detrás esperando ser encontrado.
Tan
sólo había descubierto una infinitésima parte. Quería saber más.
Así
pues con quince años la vida ya era distinta.
Su
cuerpo había cambiado. Se había convertido en la niña bonita y mamá le cantaba,
como no podía ser de otro modo, la canción del Dúo Dinámico “Quince años tiene mi amor”.
-
Mamá,
qué canción tan hortera.
No
solía hablarle así, pero en el fondo Violeta creía que su madre estaba un poco
de acuerdo con ella.
No
podía evitar que, en el fondo, le resultara una tierna canción muy apropiada
para su momento vital.
Esa
niña bonita había desarrollado una bonita voz. El timbre aniñado de los últimos
años había dado paso a otro, contundente pero inexperto.
Violeta
tuvo que trabajar duro para reeducar aquella nueva voz que había hecho
presencia.
Había
que esmerarse de nuevo.
Y
mientras, su iPod no paraba de reproducir canciones:
-
“O
mio babbino caro”
Pieza italiana. Puccini. Ópera.
Pieza italiana. Puccini. Ópera.
Lauretta
está triste. ¿No se podrá casar con la persona a la que quiere?
Recuerdo
a María Callas cantándola.
Los
agudos se entremezclan. La cadencia musical juguetea.
-
“De
España vengo, de España soy…”
Teresa
Berganza: “Canción española” de la opereta “El niño judío”.
A
la abuela le encanta.
Copla.
Española. Ritmos positivos
-
“Lleve
usted nardos caballero, si es que quiere a una mujer”
Ese
Madrid castizo y Sara Montiel con sus nardos apoyados en su cadera.
La
abuela y esta canción son una. ¡Cómo me gustan las croquetas de la abuela!
-
“ Will you know my name, if I saw you in heaven”
“Tears
in heaven”. ¡Qué canción tan triste!. Esos ritmos soul-blues me enamoran. Eric
Clapton es un crack. “Slow hand” le llaman. Mano lenta. He tocado decenas de
sus canciones.
- “ Nada tienen de especial dos mujeres que se dan la mano”
Mecano. Marcaron toda una época en la vida de
los españoles. En aquel momento dos mujeres no se daban la mano por la calle
fácilmente.
Durante aquellos maravillosos años descubrió más de la vida que de la música.
Despertó
a salir sola, con sus llaves, su bono de metro, su dinero de bolsillo…
Despertó
a estudiar mucho más seriamente, arañando tiempo del sueño para acabar todos
los temas y llegar a todas las asignaturas. Unas veces por la noche, otras
veces madrugando de forma casi inhumana.
Despertó
a elegir nuevos amigos, algunos buenos y otros no tanto. Y amigas, todas
buenas.
Y
descubrió que algunas de sus amigas se daban la mano…
Despertó
a tomar decisiones.
Valoró
la labor de sus padres. Su entrega. Sus viajes al conservatorio, a los
conciertos, el dinero invertido en su formación, en sus cuatro guitarras…
Valoró
la entrega de su abuela. El tiempo pasado junto a ella. El amor a la música que
había ayudado a transmitirle… La música popular.
Y
todo, de forma inseparable, se transmitía de forma instantánea a sus canciones.
Incluso según vivía iba componiendo piezas mentalmente.
Se
encontraba poniendo bandas sonoras a muchos de sus momentos especiales: un
primer beso, una confesión, una noticia inesperada…
Se
imaginaba un CD titulado “Violeta´s life. Soundtracks”. Incluiría todas sus
composiciones imaginarias.
Y
otras veces componía de verdad, flirteando con todos los géneros musicales.
“Quiero libertad”,
pop.
“Sonata en Do Menor de no sé seguir”,
clásica.
“Quédate todo el tiempo”, bolero.
“Rasgueo de guitarra en la noche”,
rock.
Buscaba
su ser. Buscaba su personalidad y la buscaba también en la música. En medio de
todo trataba de saber quién era y para qué estaba aquí. Las preguntas de
cualquier adolescente.
Se
miraba al espejo y veía acné juvenil y un flequillo que no le convencía ni
cuando estaba ni cuando dejaba de estar.
Algunos
días de cada mes sentía que no la quería nadie y otros días la euforia la
convertía en más alta, más guapa, más rubia.
Y
cuando se ponía a pensar la cosa era peor…
La
abuela decía “Juventud, divino tesoro” y a veces Violeta lo dudaba.
-
¡Un
tesoro con el que no sabes qué hacer porque cualquier decisión es demasiado difícil!
Sólo
tenía una cosa clara: Ella era Violeta, una chica cualquiera. Y ella era
música, y eso no lo era cualquiera.
Diez cañas por la
noche pueden hablar lo que nunca te dije de día
Entre
canción y canción se hizo mayor. Porque los niños tienen la santa manía de
hacerse jóvenes y los jóvenes tienen la santa manía de hacerse adultos.
-
Con
dieciocho años dicen que eres adulto por tres cosas: puedes votar, puedes
conducir y puedes comprar alcohol y tabaco. De momento no me interesan ninguna
de esas tres cosas. – hablaba con sus amigas.
Con
dieciocho años lo que Violeta había alcanzado sin duda era la madurez musical.
Podía
decidir qué le gustaba cantar, podía decidir – sin duda alguna – sus autores
favoritos. Tenía un absoluto dominio de la técnica vocal y la guitarra apenas
tenía misterios para ella.
Durante
un tiempo la música le ganó la batalla a la vida. De la música lo sabía “casi
todo”. De la vida “casi nada”.
Sus
estudios iban bien. Con suerte aprobaría todo, lo cual le ofrecería el verano
más largo de su vida y los halagos de toda su familia.
-
Da
gusto con Violeta. El tiempo le cunde que es una barbaridad. Saca buenas notas
en el colegio, aprovecha sus estudios musicales y tiene tiempo para disfrutar
con sus amigos y su familia.
Sólo
la abuela podía hablar así de ella. Sabía que era su ojito derecho, lo cual era
bastante fácil al ser hija única y nieta única.
Tenía
grandes amigas con las que compartir confidencias y de las que aprender todo lo
que le daba “cosa” preguntar a su madre.
Gracias
a ellas descubrió que hay un mundo secreto en el que se funden cuerpo y alma y
compuso piezas que transmitían toda esa profundidad.
Gracias
a ellas se reconcilió con su flequillo, que pasó a convertirse en
característica inequívoca de su personalidad.
En
cuanto a esto de la personalidad estaba más cerca de ser quien creía querer
ser. La timidez y un cierto miedo escénico, en escenarios de verdad y en los de
la vida real, habían desaparecido, dando paso a una niña-mujer con bastante
contundencia pero que conservaba una mirada inocente que la llenaba de dulzura.
Llegó
algo nuevo. Las canciones colectivas.
-
“Qué
tengo que ser para ser algo. Para quererte sólo valgo”- Cantaba
apretando fuertemente la mano de su amiga Vero. Los Secretos, banda sonora de
una época.
-
“Diez
cañas por la noche pueden hablar lo que nunca te dije de día”- Coreaban
en aquel local de los viernes aquella panda que se hacía llamar “Los niños”.
Los limones, banda sonora de una época.
-
“Es
que no hay droga más dura que el roce de tu piel”- . Las
voces de las dos parejas sonaban al unísono en aquel coche camino de Córdoba.-
Revolver, banda sonora de una época.
-
“A
veces llega un momento en que te haces viejo de repente, sin arrugas en la
frente pero con ganas de morir”
Todo
ello, sin duda y sin repetir, la banda sonora de una época.
Llegó
la música de otro modo. Compartían local y mucho más. Cantaban abrazados.
Ella
lo vivía de una forma distinta. Con una caña en la mano sus amigos bailaban y,
mientras ella también bailaba, seguía diseccionando milimétricamente cada
canción. Su melodía, su armonía, los pequeños fallos, los arreglos. En su mente
modificaba cada pieza. La hacía propia.
Pero
disfrutaba con sus amigos y con su música.
Juntos
de forma inseparable.
Violeta
se organizaba para continuar su aprendizaje musical mientras estudiaba Física,
Química y lo que se le pusiera por delante.
En
aquellas noches eternas en las que la memoria parecía reproducirse y los
apuntes también, la radio se convirtió en compañera de estudios.
Y
siempre, como en su vida, cada tema de Ciencias, una canción: cada tema de
Historia, una melodía…
La
Revolución Francesa sonaba, como no podía ser de otro modo, a Marsellesa.
La
Reconquista tenía ritmos árabes y especias dulzonas. “El sueño de Boabdil” le iba al pelo.
A
la Generación del 98 le pegaba de forma inseparable “El Tambor de Granaderos” de Ruperto Chapí.
A
las mates le costaba más ponerles música. ¡Y mira que lo intentó con las
integrales! ¡Pero es que ni Tchaikovsky les pegaba!
Lo
pasaba bien.
La
música se metía por los poros de su piel y por los poros de su vida. Y de esta
forma iba construyendo una existencia especial.
Pasa
con los jóvenes que se hacen adultos, casi sin darse cuenta. Y pasa que muchos
de esos adultos que quieren saber más cosas, van a la Universidad.
-
¿Un
sitio donde te enseñan a “conservar el universo”? – Bromeaba
Violeta con su madre.
“Yesterday, all my troubles seemed so far away”
Violeta fue a la
Universidad y encontró un mundo distinto. La música estaba en los auriculares
de los jóvenes y tan sólo en el césped de la Facul algún “colgado” tocaba la
guitarra mientras hacía “peyas” descaradamente.
Allí,
en aquella fría Facultad, algo cambió.
Hacerse
mayor había resultado ser una cosa seria.
En
casa notaron que, sin saber por qué, pasó de tocar la guitarra todos los días
durante varias horas a tocarla algunos días un ratito. Y de ahí a pasar semanas
sin cogerla.
Dejó
su aprendizaje musical.
También
sin razón aparente dejó de cantar en la ducha, en el coche, mientras se
maquillaba…
Y
luego llegó lo de la abuela, que se puso muy malita y se fue.
La
siguiente navidad no hubo guitarra ni voz femenina de acompañamiento en los
villancicos. Y la siguiente primavera Violeta no floreció a la par que las
petunias.
Su
madre, preocupada, indagaba sin éxito.
Mientras
tanto, con 20 años lo único que Violeta seguía haciendo era escuchar música.
Pegada a un iPod gran parte de su tiempo, en cada canción hacía su particular
análisis.
Recuperó
un disco antiguo de los Beatles:
-
“Yesterday, all my troubles seemed so far away…”
Parece
que los problemas ahora están más cerca. No tengo inspiración y echo de menos a
la abuela.
-
“A Little Help of my Friends”
Y doy gracias a Dios por Arancha y
Vero. Ellas son las que me dan fuerzas para seguir…
-
“Hey, Jude, don't make it bad. Take a sad song and
make it better. Remember to let her into your heart”
Tengo
que dejar de escuchar canciones tristes. Se me meten en el alma y no me hacen
bien. Esta historia la escribió McCartney para consolar a hijo de Lennon tras
la separación de sus padres. ¡Así no hay quien se anime!
El
comienzo de esta canción es un verso- puente que he usado en algunas de mis
composiciones. ¡Lo que son capaces de hacer con Fa, Do y Si estos Beatles!
También
me encanta la coda final.
Las
canciones de este grupo eran rítmicamente muy básicas pero, ¿cuál era el
secreto de su éxito? Cómo lograban transmitir esa emoción tan intensa y tan
universal? Tocaban los corazones. Esa es la explicación.
Siempre
un análisis musical.
Su
vida y la música estaban tan estrechamente fundidas que no se podía establecer
una línea divisoria.
Sabía
que había relegado su voz y su guitarra a un segundo plano. Era plenamente
consciente pero no sabía qué explicación darle a todo aquello.
Su
corazón estaba triste.
Dudaba
sobre su capacidad vocal y musical. A lo mejor la frase tantas veces escuchada:
-
“Esta
niña tiene un don. Se aprende las canciones en un dos por tres y entona que no
es normal”… no era del todo cierta.
Echaba
en falta a la abuela y el desamor había llegado a su vida.
No
estaba preparada para ser querida y abandonada en tan poco tiempo.
Había tenido un espejismo de Ópera clásica. Creyó que existía el amor profundo que todo lo puede.
Había tenido un espejismo de Ópera clásica. Creyó que existía el amor profundo que todo lo puede.
- “And any time you feel the pain, hey, Jude, refrain. Don't carry the world upon your shoulders”
Eso
dicen. Que no lleve el mundo sobre mis hombros. A mí se me ha puesto encima
todo, todito.
Sin
duda ser mayor se le hacía grande.
No hay marcha en
Nueva York
Necesitaba
un cambio.
Algo
estaba pasando en su interior y, si le pasaba algo a su interior, le estaba
pasando - sin duda alguna- a su interior musical.
Habló
con sus padres y les propuso.
-
“Me
quiero ir a Nueva York” – Terminó su Nesquik y se fue a su
cuarto.
Y
así fue.
Viajó
sola por primera vez en su vida, con dos objetivos: reencontrarse y reencontrar
la música.
La
abuela, siempre atenta a todo, le había dejado una preciosa carta que Violeta
leyó ya en su ausencia.
“Querida Violeta
Ella se llama música.
Si aún no te has dado cuenta, ella
eres tú. Es decir, Violeta se llama música. O lo que es lo mismo: la música se
llama Violeta.
Habrá momentos duros. No lo dudes.
La música es tu vida, y la vida no es un camino de rosas. Así que, silogismo,
la música no será tampoco un camino de rosas. Pero siempre podrás decorar ese
camino con margaritas, amapolas, violetas (esto tiene gracia, reconócelo)…
Aquí te dejo una “perrillas” que he
ido ahorrando para que, cuando las puedas necesitar, te ayuden a encontrar tu
camino.
Esta niña tiene un don. Se aprende
las canciones en un dos por tres y entona que no es normal.
Siempre presente en tu clave de
sol.
Te quiere,
La abuela”.
Con
parte del dinero de la abuela se apuntó a una de las escuelas más prestigiosas
de Nueva York. Le habían hablado de ella como la mejor escuela de música
contemporánea de Estados Unidos.
En
el avión se reía de sí misma cuando, por casualidad, en el hilo musical sonaba:
-
"Ya
estoy en Nueva York y no le veo buen color"
Esta
canción de Mecano parecía un himno de los estudiantes españoles en USA.
¡Pues
sí!
Allí
empezó una aventura de auténtica búsqueda.
Allí
descubrió lo poco que sabía a nivel musical y el saber lo que no sabía le dio,
lejos de lo esperado, una inmensa tranquilidad.
Pasó
el año más intenso de su vida.
Tocó
y cantó durante quince horas al día. Su ansia por conocer brotó
inesperadamente. Quería beberse cada clase, cada enseñanza.
Aquellos
ritmos soul. Aquellas melodías góspel.
Los
conciertos de blues a altas horas de la noche para, luego, dormir tres o cuatro
horas, más que suficientes como para no saltarse la primera clase de la mañana.
Se
empapó de música afroamericana. Conoció ritmos tribales. Participó de los musicales
más afamados de Broadway.
Visitó
Harlem, el Bronx, el Barrio Latino, el Soho, el Barrio Chino… Y además de
observar a su gente y los ritmos que allí sonaban, estaba atenta a otros sonidos.
Ahora, además de inspirarse con la música que escuchaba, se nutría de los murmullos
de la calle.
Los
bares, los tranvías, los ejecutivos, los automóviles… todo era fuente de
inspiración.
Cantó
en Flashmobs, miró bailar Break dance y aprendió ella misma a cantar música
evangélica. Hay siempre mucho más mundo detrás del mundo que creemos conocer.
Fue
un auténtico sueño.
Sólo,
a veces, le venían a la mente melodías lejanas.
- "A
mí lo madrileño me vuelve loca… y cuando yo me arranco con una copla"
Recordaba
el cocido de mamá, su dulzura al mirarla.
- "Asturias patria querida, Asturias de mis amores…"
Recuerdo
imborrable de la voz poco armónica de papá tratando de entonar al pasar el
Puerto de Pajares y, en contraste, el dulce tono de la abuela recién llegados a
Asturias.
Entonces
una lágrima se escapaba e iba a caer, lentamente, sobre la cejilla de su
guitarra acústica Fender.
Sin
embargo ella repetía y repetía y repetía.
“Ota
ve”, “Ota ve”, “Ota ve”.
Practicaba,
practicaba y practicaba.
Ensayaba,
ensayaba y ensayaba.
Mucho.
Un
día de vuelta a su pequeño apartamento en el bus sonó un conocido tema:
- "No
hay marcha en Nueva York, pensé que iba a estar mejor. Que te comen el coco con
los “telefilmes”, pero es un ardid y estoy loco por irme a Madrid".
La
voz de Ana Torroja sonaba como una señal.
Y
volvió.
El Canon de Pachelbel
Volvió
una nueva Violeta. La Violeta de siempre. Florecida, con pétalos sanos y
vitales.
Con
planes, ilusiones, proyectos… un futuro.
La
búsqueda no había sido fácil. Había sido una larga travesía.
Contactando
de manera natural con la música durante sus primeros años; aprendiendo compases
y palabras a la vez; esforzándose por aprender los años siguientes; buscando su
estilo musical a la par que su estilo de pelo.
Dudó
de su capacidad, de sus conocimientos. Quiso abandonar…caerse, levantarse,
volverse a caer…
Su
vida se entremezcló con su música. Su música con su vida. Interfirieron la una
en la otra y llegó el desconcierto.
Pero
la vocación fue más fuerte. El don, como le llamaba su padre, venció a lo
demás.
Una
vez que se había reencontrado consigo misma y con la música, quería
reencontrarse con sus amigas.
Vero
y Arancha hablaban de sus nuevas parejas y ella, a cambio, les explicaba con
detenimiento que la música que sonaba en el restaurante era el Canon de
Pachelbel.
-
Un
canon es una composición que se repite una y otra vez.
En
su mente pensaba en la forma en que ella lo decía de pequeña, porque la mente
es caprichosa y nos trae cosas de la infancia cuando le da la gana. Una y “ota
ve”. Como las miles de veces que tuvo que repetir para lograr tocar la guitarra
como los ángeles. Para lograr educar su voz.
-
La
versión original estuvo pensada para tres violines con contrabajo de fondo.
Era
capaz de explicar con propiedad y con toda clase de tecnicismos aquella pieza
que le tocaba directamente el corazón.
Se
detenía rigurosamente para contar que, al inicio, el bajo sólo toca dos
compases, que, de acuerdo a la técnica del bajo continuo, se interpreta con el
acorde. Al principio, el primer violín ejecuta la primera variación. Al llegar
al final, comienza la segunda variación, mientras que el segundo violín arranca
con la primera variación. Al final de la segunda variación, el primer violín
comienza la tercera variación, el segundo la segunda, el tercero la primera, y
se sigue esa pauta. La complejidad de la estructura del Canon aumenta hacia la
parte central de la pieza cuando las variaciones se van haciendo más complejas.
Después, la pieza vuelve gradualmente a una estructura menos compleja.
Es
una pieza bien sencilla. No utiliza aumentos o disminuciones del ritmo.
Sus
amigas no daban crédito.
Sin
palabras. Atónitas. Asombradas.
-
Como
te iba diciendo, Julio es súper detallista…- Cortaba Vero.
Se
reencontró con sus padres, que la volvieron a ver sonreír como antes, tocar
como antes, cantar como antes.
Volvieron
las castañas en otoño y los villancicos en Navidad.
Los
recuerdos de la abuela pasaron a un sitio privilegiado e intocable.
Y
como en los cánones las cosas pasan una y otra vez, en la vida las cosas pasan
una y otra vez.
Violeta
se enamoró de nuevo. Pero en este canon los violines entraron a la par.
Se
miraron con notas musicales.
Se
entendieron con melodías.
Se
acariciaron con “pizzicato”.
Se
hablaron piano.
Y “sotto voce”, un día de primavera, Violeta le dijo
-
¿Me
cantas?
Y
él le contestó
-
¡Me
encantas!
FIN
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