Gota a gota
GOTA A GOTA
Cuando la gota de la paciencia colmó el vaso, en
el vaso no quedó nada. Por no quedar, no quedó ni paciencia, ni vaso, ni gota.
Se fue acabando, agotando, consumiendo...
día a día, minuto a minuto, mes a mes y año tras año.
La paciencia pareció en cierto momento ser
infinita. Daba la sensación de que se la habían dado con saldo
recargable. Como si en la tienda de móviles hubieran puesto una oferta del 50%
y tuviera enchufe con el dueño.
Siempre se producía nueva; se regeneraba, como
la epidermis, como la energía, como las células madre.
La paciencia era, en el fondo, como un mullido
cojín en el que acostumbraba a recostarse cuando las cosas no marchaban bien.
Allí, mirando al techo, sentía que lo sobrevolaba todo. Nada le afectaba, nada
lograba entrar por los poros de su piel.
Era su paciencia una especie de escudo
protector contra las adversidades: contra el enemigo armado; contra los
hostiles perseguidores; contra la cara amarga de las personas tóxicas.
Con su paciencia logró retos inalcanzables,
proyectos de vida mejores y disponer siempre de un futuro ilusionante, para sí
y para muchos otros que encontró en el camino.
Pero lo desconocía. Tenía fecha de caducidad,
como las latas de conserva. Una fecha de caducidad que siempre parece lo
suficientemente alejada.
Las mentiras, los desplantes
y las decepciones lograron entrar demasiado adentro. Sin
aparente ruido, a traición y sin previo aviso.
No hubo atisbos. No lo intuyó. Ni se percató de
la cantidad de agua que contenía. Sin previo aviso se colmó el vaso.
Y mientras
rebosaba, otras gotas brotaban de sus ojos. A borbotones, como si hubieran
estado esperando que alguien, por fin, abriera la esclusa.
Se colmó el vaso y su mirada. Esos ojos habían almacenado
lágrimas durante demasiado tiempo.
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